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bien nacidas son incrédulas por educación. Los italianos- dice Lutero,
horrorizado- son o epicúreos o supersticiosos. El pueblo teme mucho
más a San Antonio y a San Sebastián que al Cristo, porque aquellos
castigan con las llagas. Así, cuando se quiere impedir que los italianos
ensucien un lugar cualquiera, pintan allí un San Antonio con la lanza
de fuego. De manera que viven en una especie de superstición, sin
conocer la palabra de Dios, ni creer en la resurrección de la carne, ni
en la vida eterna y no temiendo más que las llagas temporales.
Numerosos filósofos son secretamente, o casi de una manera os-
tensible, contrarios a la revelación y a la inmortalidad del alma. El
ascetismo cristiano y las doctrinas de la mortificación parecen repulsi-
vas a todo el mundo. Hallaréis en los poetas como Ariosto, Ludovici el
Veneciano, Pulci, los ataques más violentos contra los frailes y las
insinuaciones más libres contra los dogmas. Pulci, en un poema bur-
lesco, pone a la cabeza de cada canto un Hosanna, un In principio, un
texto sagrado de la misa. Para explicar cómo puede el alma entrar en
el cuerpo, la compara con el dulce que se envuelve en hojaldre blanco
y tierno. ¿Qué es del alma en el otro mundo? Algunos piensan que
allí se van a encontrar codornices y calandrias desplumadas y a punto,
excelente lecho, y por estos motivos van detrás de los frailes pisándo-
les las sandalias. Pero, amigo querido, cuando hayamos bajado a aquel
tenebroso valle no volverá a sonar en nuestros oídos el alegre Alle-
luia.
Contra tanta sensualidad y ateísmo truenan con todas sus fuerzas
los predicadores de ese tiempo, por ejemplo, Bruno y Savonarola. Sa-
vonarola decía a los florentinos, a quienes convirtió durante tres o
cuatro años: «Vuestra vida es la vida de los puercos: pasaisla toda en
la cama, en la murmuración, en los paseos, orgías y desenfreno.» Re-
bajemos de aquí todo lo que sea menester cuando el que habla es un
predicador o un moralista y vocifera con palabras fuertes para ser es-
cuchado; pero por mucho que quitemos siempre quedará algo.
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Hipólito Adolfo Taine donde los libros son gratis
En las biografías de los señores de esta época se ve, lo mismo que
en las diversiones cínicas y refinadas de los duques de Ferrara y de
Milán, en el epicureismo delicado o la franca licencia de los Médicis
en Florencia, hasta dónde se había llegado en la persecución de nuevos
placeres. Les Médicis eran banqueros que, parte por fuerza y parte por
astucia, habían llegado a ser los primeros magistrados y los verdaderos
soberanos de la ciudad. En torno suyo se agrupaban poetas, pintores,
escultores y sabios. Hacían decorar sus palacios con escenas de caza y
amores mitológicos. En los cuadros admiraban los desnudos de Dello y
Pollaiolo y sazonaban el noble y grandioso paganismo con un dejo de
sensualidad voluptuosa. Razón por la cual eran muy tolerantes con las
ligerezas de sus pintores. Ya conocéis la historia de Fra Filippo Lippi,
que raptó a una religiosa; los padres de la monja se querellaron, lo que
dio mucho que reír a los Médicis. El mismo Fra Filippo, en una época
en que trabajaba en casa de estos grandes señores, estaba de tal modo
enamorado de una mujer, que, cuando le encerraban para que termina-
se un trabajo, hacía una cuerda con las sábanas de la cama y se descol-
gaba a la calle desde una ventana. Por fin, Cosme dijo: ¡Dejadle la
puerta abierta: los hombres de genio son esencias celestes y no bestias
de carga; no se les puede forzar ni tenerlos prisioneros.!
En Roma, todavía peor; no os contaré las diversiones de Alejan-
dro VI; es necesario leerlas en el diario de su capellán Burckhard; sólo
en latín pueden describirse aquellas bacanales y fiestas de Príapo. En
cuanto a León X, es hombre de gusto, que ama el buen latín y los in-
geniosos epigramas; pero no por esto se priva del placer en todo, su li-
bertad y de la franca alegría física. En torno suyo, Bembo, Molza, el
Aretino, Baraballo, Querno y gran número de poetas, músicos, pará-
sitos, llevan una vida poco edificante y, por lo general, sus versos pa-
san de la desenvoltura. El Cardenal Bibiena hace representar ante su
presencia una comedia, Calandra, que hoy nadie osaría representar en
ningún escenario. El mismo se divierte en hacer servir a sus convida-
dos manjares en forma de monos y de cuervos. Tiene como bufón un
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Filosofía del arte donde los libros son gratis
fraile mendicante, Mariano, comilón terrible, que traga de un bocado
un palomino asado o cocido, y que, según se cuenta, puede engullir
cuarenta huevos y veinte pollos. Gusta de las grandes bromas, de las
fantasías burlescas; él, como los demás, rebosa de energía y savia ani-
mal. Es apasionado de la caza; calzado de altas botas, armado de es-
puelas, da batidas a los ciervos y jabalíes en las fragosas laderas de
Civita Vecchia. Y las fiestas en que se regocija no son más eclesiásti-
cas que sus costumbres.
Un secretario del duque de Ferrara, testigo ocular del empleo que
hace de uno de sus días, lo describe de esta manera. Juzgad, por el
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