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-No de otra cosa.
-Pues entonces, yo renuncio a este favor.
-No se admite la renuncia.
-¿Por qué? ¿no se trata de mi bien? Pues, si yo no lo quiero, ¿con
qué razón se me obliga a aceptar el bien de estar encerrado?
-Es preciso que la ley se cumpla.
-De esta precisión me quejo, y digo que es injusta. Se me quieren
hacer favores, y a la fuerza se me obliga a aceptarlos.
Si el juez no apela a las ideas de escarmiento para los demás, ya
que no quiera hablar de expiación, es necesario confesar que no puede
responder a las objeciones del delincuente; pero, si habla de algo que
no sea pura corrección, apártase de teoría, y entra en terreno común.
224. Si se admitiera semejante error, se trastornaría el lenguaje. No
se podría decir: el culpable merece tal pena ; sino: al culpable le
conviene tal pena . Merecer es ser digno de una cosa; y, en tratándose
de castigo, envuelve la idea de expiación. Faltando ésta, falta el
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merecimiento, la idea moral de la pena; y así resulta una simple medida
de utilidad, no un efecto de la justicia.
¿Quién no ve que esto subvierte todas las ideas que rigen en el
mundo moral y social, destruyendo por su base todos los principios en
que estriba la autoridad de la justicia al imponer una pena?
225. La infracción del orden mo ral excita un sentimiento de
animadversión contra el culpable. ¿Quién no lo experimenta al ver un
acto de injusticia, de perfidia, de ingratitud, de crueldad? En aquel
sentimiento instantáneo, ¿hay, por ventura, algún interés por el
culpable? No: por el contrario, dirige la indignación contra él. Se dirá tal
vez que esto es espíritu de venganza; pero adviértase que con harta
frecuencia el sentimiento de indignación es del todo desinteresado,
pues que el acto que nos indigna no se refiere a nosotros ni a nada
nuestro; en cuyo caso será trastornar el sentido de las palabras el
aplicarle el nombre de venganza. Se replicará, tal vez, que nos
interesamos también por los desconocidos, y que por esto se nos excita
el sentimiento de venganza cuando vemos un mal comportamiento con
otro cualquiera; pero, aun dando a la palabra una acepción tan lata, no
se resuelve la dificultad; pues que una acción infame o vergonzosa,
aunque no se refiera a otro, por ser puramente individual, también nos
inspira el sentimiento de animadversión contra quien la comete.
226. Además, aquí se omite el atender al objeto del sentimiento de
ira, considerado en sus relaciones morales, lo que da a la cuestión un
aspecto nuevo. La palabra venganza, en su acepción común, expresa
una idea mala, porque significa el deseo de reparar una ofensa de un
modo indebido. Pero, si miramos la ira como un sentimiento del alma
que se levanta contra lo malo, la ira tiene un objeto bueno, y puede ser
buena; y, si la venganza no significase más que una reparación justa y
por los medios debidos, no expresaría ninguna idea viciosa. Esto es
tanta verdad, que la idea de vengar se aplica a Dios; y él mismo se
atribuye este derecho. Las leyes humanas también vengan; y así
decimos: está satisfecha la vindicta pública; con el castigo del culpa-
ble la sociedad ha quedado vengada .
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En este sentimiento del corazón, que con harta frecuencia acarrea
desastres, encontramos, pues, un instinto de justicia; lo cual es una
nueva prueba de que el mal, aplicado al culpable como pena, no tiene
sólo el carácter de corrección, sino también, y principalmente, el de
expiación. Quien infringe el orden moral, merece sufrir: cuando el
corazón se subleva instintivamente contra una acción mala obedece al
impulso de la naturaleza, bien que luego la razón añade: que la
aplicación de la pena merecida no corresponde al particular, sino a la
autoridad humana y a Dios. El instinto natural nos indica el
merecimiento del castigo; la ley nos impide aplicarle; porque no puede
concederse este derecho a los particulares, sin que la sociedad caiga en
el más completo desorden, y sin dar margen a muchas injusticias.
227. La crueldad es otro de los caracteres de la doctrina que
estamos combatiendo. Hagámoslo sentir, pues que ésta es excelente
prueba en semejantes casos. Un infame abusa de la confianza de un
amigo; le hace traición; se conjura contra él; le roba, y por complemento
le asesina. El criminal cae bajo la mano de la justicia. Al aplicarle la pena,
la ley mira a la víctima del crimen, mira a la sociedad ultrajada, mira a la
amistad vendida, mira a la humanidad sacrificada: con la ley está el cora-
zón de todos los hombres; todos exclaman: ¡Qué infamia! ¡qué
perfidia! ¡qué crueldad! Desventurado, ¿quién le dijera que había de
morir a manos del mismo a quien daba continuas muestras de fidelidad
y de amor? Caiga sobre la cabeza del culpable la espada de la ley; si
esto no se hace, no hay justicia, no hay humanidad sobre la tierra . En
esta explosión de sentimientos, el filósofo de la pura corrección no ve
más que necedades. No se trata de vengar a la víctima, ni a la sociedad;
lo que se debe procurar es la enmienda del culpable; aplicarle, sí, una
corrección; pero el límite de ella ha de ser la esperanza de la enmienda.
Sin esto, la pena sería inútil, sería cruel... Bueno sería aconsejar al
filósofo que semejante discurso lo tuviese en monólogo, y que no lo
oyese nadie; pues, de lo contrario, sería posible que las gentes le
aplicasen a él un correctivo de sus teorías, sin esperar intervención del
juez.
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