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aquella noche no pude. No paraba de darle vueltas en la cabeza a todas... bueno, las
cosas-los extraños acontecimientos, los problemas con los instrumentos y los peces, de
nuevo la carta de Borszowski y, finalmente, la terrible manera en que perdimos a
Robertson-, hasta que creí que la cabeza me estallaría con el peso de las ideas
descabelladas que no cesaban de remolinear en mi interior.
Por la tarde del nuevo día, regresó el helicóptero (Wes Atlee se quejó de que había
tenido que hacer dos vuelos en dos días), trayendo la bebida y la comida para la fiesta
que celebraríamos al día siguiente. Como ya sabes, cada vez que damos con un
yacimiento rico, lo festejamos... Y, en esta ocasión, los sondeos geológicos nos
garantizaban que habíamos encontrado uno bueno. La cerveza se nos había agotado
hacía unos cuantos días -el mal tiempo le había impedido a Wes traernos algo que no
fuera el correo-, de modo que me encontraba bastante seco. Tú me conoces, Johnny. Me
senté en la parte de atrás del comedor con todas las bebidas y me tomé algunas botellas.
Por la ventana podía ver la maqui naria en funcionamiento y, más allá del borde de la
plataforma, el mar todo gris y con aspecto fantasmal... Así que me pareció una buena idea
meterme unos tragos.
Llevaba media hora allí sentado cuando Jeffries, mi segundo, me llamó por el
telefonillo. Se hallaba en la cabina de instrumentos y dijo que calculaba que la perforadora
atravesaría «barro» en unos pocos minutos. Pero parecía preocupado, como inquieto, y,
cuando le pregunté la causa, no dio la impresión de ser capaz de contestarme... Farfulló
algo acerca de que los instrumentos registraban de nuevo esas extrañas crestas, con la
misma regularidad, aunque más fuertes..., más próximas.
En ese momento fue cuando me di cuenta por primera vez de que la niebla se alzaba
remolineante del mar, muy densa, cubriendo la plataforma y convirtiendo a los hombres
en fantasmas grises. También ahogaba el sonido de la maquinaria, alterando el resonar
metálico de las poleas y cadenas en ruidos distantes como los que habría esperado oír si
me encontrara sumergido en el mar con un traje de buzo.
Hacía calor en la parte trasera del comedor; sin embargo, noté que temblaba mientras
contemplaba la plataforma y escuchaba los sonidos espectrales de los aparatos y los
hombres.
Fue entonces cuando se levantó el viento. Primero la niebla; luego, el viento... ¡Pero
jamás había visto una niebla que un viento fuerte no hiciera desaparecer! ¡Oh, he visto
tormentas raras antes, Johnny, pero, créeme, ésta era rara de verdad! Con una «R»
mayúscula.
Surgió de ninguna parte -sin desterrar la manta gris que nos cubría, sino haciéndola
girar una y otra vez como un fantasma enloquecido- empujando al mar ya embravecido
contra los soportes de la vieja Doncella, levantando espuma hasta las barandillas de la
plataforma y causando estragos generales. Apenas me había recuperado de mi sorpresa
inicial cuando volvió a sonar el teléfono. Me aparte de la ventana y cogí el auricular para
escuchar el grito de triunfo algo distorsionado de Jimmy Jeffries.
-¡Hemos llegado. Pongo! -aulló-, ¡hemos llegado, y ya empieza a subir el zumo! -
Entonces, su voz se tornó inquieta de nuevo, pasando en un segundo del entusiasmo
frenético al terror cuando la plataforma se tambaleó sobre sus cuatro soportes-. ¡Santo
cielo...! -Sonó su grito en mi oreja-. ¿Qué fue eso, Pongo? La plataforma... espera... -Oí el
clamor cuando en el otro extremo de la línea el teléfono cayó; sin embargo, Jimmy volvió
a ponerse en el acto-. No es la plataforma; los soportes están firmes como rocas... ¡Se
trata de todo el lecho marino!'Pongo, ¿qué está pasando? ¡Santo cielo...!
La conexión se cortó por completo cuando la plataforma se movió de nuevo,
sacudiéndose arriba y abajo tres o cuatro veces en rápida sucesión, tirando todo lo que
había en el comedor. Apenas conseguí mantenerme de pie. Aún tenía el teléfono en la
mano... y, durante uno o dos segundos, la línea regresó. Desde el otro lado, Jimmy
gritaba algo incoherente. Recuerdo que le ordené que se pusiera un chaleco salvavidas,
que algo iba muy mal y que nos encontrábamos en serios problemas; pero jamás sabré si
me oyó.
La plataforma volvió a sacudirse, arrojándome al suelo en medio de restos de botellas,
cajas, latas y paquetes; y allí, deslizándome por el suelo inclinado, choqué con un chaleco
salvavidas. Sólo Dios sabe qué hacía ahí, en el comedor... Normalmente, hay dos o tres
en la plataforma, mientras que el resto se guarda en la barraca del equipo, y únicamente
se sacan cuando vemos indicios de una tormenta fuerte, que, no hace falta decirlo, no
tuvimos. De algún modo, me las arreglé para embutírmelo y avanzar por el comedor antes
de que experimentáramos la siguiente sacudida.
Por ese entonces, por encima del rugido del viento y las olas del exterior y los golpes
de las crestas de las olas contra las paredes del comedor, pude escuchar el sonido de
poleas sueltas y el aullido de las revoluciones incontroladas de la maquinaria... Y también
había otros gritos.
Reconozco que estaba dominado por el pánico, abriéndome paso a golpes a través de
sillas y mesas en dirección a la puerta que conducía a la plataforma, cuando el impacto
más fuerte hasta entonces ladeó el suelo unos treinta grados y me ahorró más esfuerzos.
En ese momento -mientras volaba hacia la puerta, abriéndola y saliendo a tumbos a la
tormenta-, tuve la certeza de que la Doncella del mar se estaba hundiendo. Antes sólo
había sido una posibilidad, bastante descabellada e improbable: pero ahora no me cabía
ninguna duda. Medio atontado por el golpe con la puerta, fui arrojado duramente contra
las barandillas de la plataforma, a las que me aferré para salvar la vida en medio del
viento aullante y desgarrador, de la remolineante niebla y espuma. ¡Y fue entonces
cuando lo ví! Lo vi..., y, en mi absoluta incredulidad, relajé la presión sobre la barandilla y
resbalé por abajo en dirección a la garganta de esa fantasmal y demoníaca tormenta que
aullaba y arrancaba las temblorosas vigas de la vieja Doncella del mar.
Cuando caía, una ola colosal impactó contra la plataforma, rompiendo dos de los
soportes como si fueran cerillas de madera. Al siguiente instante me encontré en el mar,
arrastrado por la cresta de esa misma ola. Incluso en la mareante y enfermiza embestida
que me alejó de allí, intenté localizar la plataforma en el torbellino de viento, niebla y
océano. Fue inútil; lo dejé con el fin de ahorrar todos los esfuerzos para mi propia lucha
por la supervivencia.
No recuerdo mucho después de eso..., por lo menos, no hasta que me recogieron, lo
cual también es bastante vago. No obstante, sí recuerdo el pavor de ser devorado VÍVO
por los peces mientras me debatía en las heladas aguas; sin embargo, hasta donde yo sé,
no había ninguno por los alrededores. También recuerdo ser izado al bote salvavidas de
un mar liso como una tortita y calmo como un estanque.
El siguiente momento lúcido que experimenté fue cuando me encontré entre sábanas
limpias en el hospital de Bridlington.
Me he contenido de narrar la parte más importante, y por la misma razón que lo
hizoJoe Borszowski: no quiero que me tomen por loco. Bien, pues no estoy loco, Johnny,
pero ni por un momento supongo que creerás mi historia, ni que la Seagasso suspenderá
alguna de sus operaciones en el Mar del Norte; sin embargo, me queda la satisfacción de
saber que intenté advertírtelo.
Ahora, te pido que recuerdes lo que Borszowski me dijo acerca de enormes seres
alienígenas que dormían y estaban aprisionados debajo del lecho marino -"dioses»
malignos capaces de controlar el clima y las acciones de seres menores-, y, entonces,
explica la visión que tuve antes de encontrarme tratando de sobrevivir en aquel océano
encrespado mientras la Doncella del mar se hundía.
Sencillamente, se trataba de un chorro, Johnny, un chorro... ¡Pero uno como nunca
antes había visto y espe ro no volver a ver! Porque, en vez de buscar el cielo en una
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