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campamento, sugirió que esas huellas se parecían a los grupos de puntos que cubrían los
trozos de esteatita verde tan odiosamente reproducidos sobre las tumbas de los monstruos.
Volábamos ya sobre los contrafuertes más elevados en el paso que habíamos elegido. De
cuando en cuando observábamos el hielo y la nieve, preguntándonos si hubiésemos podido
hacer el viaje con perros y trineos. Bastante sorprendidos, alcanzamos a ver que el terreno
estaba libre de hendiduras y otros obstáculos, y no habría podido detener a expediciones bien
equipadas como las de Scott, Shackleton o Amundsen. Casi todos los glaciares parecían
terminar en unos pasos.
Apenas podría describir aquí nuestra tenaz expectación mientras nos preparábamos
para rodear la última cima y contemplar un mundo virgen. Sin embargo, no teníamos por qué
creer que aquellas regiones serían totalmente distintas de las que habíamos visto. La
atmósfera de misterio maléfico que envolvía las montañas y el cielo opalescente visible entre
las cimas era algo demasiado sutil para reproducirlo con palabras y frases. En verdad, se
trataba sobre todo de un vago simbolismo psicológico y de asociaciones estéticas: poemas y
cuadros exóticos y mitos arcaicos encerrados en libros prohibidos. El mismo canto del viento
parecía estar animado por una malignidad consciente, y durante un instante me pareció distin-
guir toda una gama de sonidos musicales mientras las ráfagas se hundían en las bocas de las
cavernas. Había algo de repulsivo en esas notas, tan inclasificable como las otras oscuras
impresiones.
Nos encontrábamos ya a una altura de más de siete mil metros y habíamos dejado
muy atrás la región de las nieves. Sólo veíamos unos muros rocosos y oscuros a los que
cubos y cavernas prestaban un carácter sobrenatural y fantástico, similar al de un sueño.
Observando la línea de los picos, me pareció ver el mencionado por Lake, con
estribaciones en la punta. Se perdía a medias en una curiosa niebla, lo que explica acaso que
Lake hubiese creído que había allí actividad volcánica. Ante nosotros se extendía el paso
barrido por el viento, entre ceñudos pilones de bordes dentados. Más allá se abría un cielo
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Librodot En las Montañas Alucinantes H.P.Lovecraft
pálido donde giraban unos vapores iluminados por el bajo sol polar; el cielo de ese misterioso
y lejano dominio que ningún ojo humano había divisado hasta ahora.
Unos pocos metros más de altura y aparecería ante nosotros ese reino. Danforth y yo,
que sólo podíamos comunicarnos a gritos a causa del silbido del viento y el rugido de los
motores, intercambiamos una elocuente mirada. Instantes después aquella tierra antigua y
extraña nos abría sus secretos incomparables.
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Creo que ambos dimos un grito en el que se mezclaban la admiración, el terror, la
angustia y la incredulidad. Si logramos conservar el uso de nuestras facultades, se debió sin
duda a que atribuimos en seguida el espectáculo a alguna causa natural. Pensamos
probablemente en las rocas grotescas del Jardín de los Dioses en Colorado, o en las peñas
batidas por el viento y fantásticamente simétricas del desierto de Arizona. Hasta imaginamos
quizá que se trataba de un espejismo similar al que habíamos visto al acercarnos por primera
vez a aquellas montañas alucinantes. Tuvimos que haber elaborado esas normales hipótesis al
contemplar aquella meseta ilimitada, marcada por los vientos, y aquel laberinto infinito de
rítmicas masas de piedra, geométricamente regulares y de enorme tamaño, que alzaban sus
cimas aplastadas sobre un glaciar de no más de ciento cincuenta metros de profundidad.
El efecto que causó entre nosotros aquella escena monstruosa es indescriptible. Era
indudable que había allí una clara violación de toda ley natural. Allí, en una meseta
increíblemente antigua, a una altura de seis mil metros, en un clima que había hecho de esta
región algo inhabitable durante los últimos quinientos mil años, se extendía, hasta donde
llegaba la vista, una acumulación de construcciones que sólo la desesperación podía atribuir a
otra causa que a un ser consciente. Habíamos rechazado, desde un comienzo, la idea de que
las murallas y cubos de la cordillera no tuviesen un origen natural, y ni siquiera habíamos
considerado el asunto. ¿Cómo podía ser de otro modo cuando en la época en que esta región
se había convertido en un reino helado el hombre apenas se diferenciaba de los monos
superiores?
Pero ahora algo irrefutable nos sacudía la razón, pues estas masas ciclópeas de
bloques cuadrados, curvos y angulares tenían ciertas características que impedían todo
engaño consolador. Se trataba, muy claramente, de la ciudad que se nos había aparecido en
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