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cariño, que me emocionaba y conmovía mucho más que los éxtasis de cualquier gran
erudito sobre goces artísticos elegidos con exquisito gusto. Yo estaba dispuesto a
entusiasmarme con ella, fuese como quisiera el song; las frases amorosas de María, su
mirada voluptuosamente radiante abrían amplias brechas en mi estética. Ciertamente
que había algo bello, poco y escogido, que me parecía por encima de toda duda y
discusión, a la cabeza de todo Mozart, pero ¿dónde estaba el límite? ¿No habíamos
ensalzado de jóvenes todos nosotros, los conocedores y críticos, a obras de arte y
artistas, que nos resultaban hoy muy dudosas y absurdas? ¿No nos había ocurrido esto
con Liszt, con Wagner, a muchos hasta con Beethoven? ¿No era la floreciente emoción
infantil de María por el song de América una impresión artística tan pura, tan hermosa,
tan fuera de toda duda como la emoción de cualquier profesor por el Tristán o el éxtasis
de un director de orquesta ante la Novena Sinfonía? ¿Y no se acomodaba todo esto a los
puntos de vista del señor Pablo y le daba la razón?
A este Pablo, al hermoso Pablo, parecía también querer mucho María.
-Es guapo -decía yo-; también a mí me gusta mucho. Pero dime, María, ¿cómo
puedes al propio tiempo quererme a mí también, que soy un tipo viejo y aburrido, que
no soy bello y tengo ya canas y no sé tocar el saxofón ni cantar canciones inglesas de
amor?
-No hables de esa manera tan fea -corregía ella-. Es completamente natural. También
tú me gustas, también tienes tú algo bonito, amable y especial; no debes ser de otra
manera más que como eres. No hace falta hablar de estas cosas ni pedir cuentas de
todo esto. Mira, cuando me besas el cuello o las orejas, entonces me doy cuenta de que
me quieres, de que te gusto; sabes besar de una manera..., un poco así como
tímidamente, y esto me dice: te quiere, te está agradecido porque eres bonita. Esto me
gusta mucho, muchísimo. Y otras veces, con otro hombre, me gusta precisamente lo
contrario, que parece no importarle yo nada y me besa como si fuera una merced por su
parte.
Nos volvimos a dormir. Me desperté de nuevo, sin haber dejado de tener abrazada a
mi hermosa, hermosísima flor.
¡Y qué extraño! Siempre la hermosa flor seguía siendo el regalo que me había hecho
Armanda. Constantemente estaba ésta detrás, encerrada en ella como una máscara. Y
de pronto, en un intermedio, pensé en Erica, mi lejana y malhumorada querida, mi
pobre amiga. Apenas era menos bonita que María, aun cuando no tan floreciente y
fresca y más pobre en pequeñas y geniales artes amatorias, y un rato tuve ante mí su
imagen, clara y dolorosa, amada y entretegida tan hondamente con mi destino, y volvió
a esfumarse en el sueño, en olvido, en lejanía medio deplorada.
Y de este mismo modo surgieron ante mí en esta noche hermosa y delicada muchas
imágenes de mi vida, llevada tanto tiempo de una manera pobre y vacua y sin
recuerdos. Ahora, alumbrado mágicamente por Eros, se destacó profundo y rico el
manantial de las antiguas imágenes, y en algunos momentos se me paraba el corazón
de arrobamiento y de tristeza, al pensar qué abundante había sido la galería de mi vida,
cuán llena de altos astros y de constelaciones había estado el alma del pobre lobo
estepario. Mi niñez y mi madre me miraban tiernas y radiantes como desde una alta
montaña lejana y confundida con el azul infinito; metálico y claro resonaba el coro de
mis amistades, al frente el legendario Armando, el hermano espiritual de Armanda;
vaporosos y supraterrenos, como húmedas flores marinas que sobresalían de la
superficie de las aguas, venían flotando los retratos de muchas mujeres, que yo había
amado, deseado y cantado, de las cuales sólo a pocas hube conseguido e intentado
hacerlas mías. También apareció mi mujer, con la que había vivido varios años y la cual
me enseñara camaradería, conflicto y resignación y hacia quien, a pesar de toda su
incomprensión personal, había quedado viva en mí una profunda confianza hasta el día
en que, enloquecida y enferma, me abandonó en repentina huida y fiera rebelión, y
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El lobo estepario
Hermann Hesse
conocí cuánto tenía que haberla amado y cuán profundamente había tenido que confiar
en ella, para que su abuso de confianza me hubiera podido alcanzar de un modo tan
grave y para toda la vida.
Estas imágenes -eran cientos, con y sin nombre- surgieron todas otra vez; subían
jóvenes y nuevas del pozo de esta noche de amor, y volví a darme cuenta de lo que en
mi miseria hacía tiempo había olvidado, que ellas constituían la propiedad y el valor de [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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