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que se trataba de arrepentimiento por un crimen de menor importancia.
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Asesinato en Mesopotamia
No sé qué hacer continuó Maitland . Tenemos que aclarar también
la desaparición del religioso francés. Mis hombres está n buscando por los
alrededores, por si acaso le han dado un golpe en la cabeza y han arrojado
su cuerpo a una acequia de riego.
¡Oh! Ahora que recuerdo... empecé a decir.
Todos me miraron con expectación.
Fue ayer por la tarde continué . Me estuvo preguntando acerca del
hombre bizco que miraba por la ventana el otro día. Me rogó que le dijera
en qué lugar exacto de la senda se había detenido y luego me dijo que iba
a dar una ojeada por allí. Me hizo observar que en las novelas policíacas el
crimen siempre deja una pista.
¡Que me aspen si alguno de los criminales que me han tocado en suer-
te perseguir la han dejado en ninguna ocasión! estalló el capitán Mait-
land . Así era eso entonces lo que buscaba, ¿verdad? ¡Por mil de a caballo!
Me extraña que encontrara algo. Sería mucha coincidencia que él y la seño-
rita Johnson descubrieran, prácticamente al mismo tiempo, una pista que
permitiera conocer la identidad del criminal. Y añadió con acento irritado:
¿Un hombre bizco? ¿Un hombre bizco? En ese cuento del hombre bizco
hay algo más de lo que se ve a simple vista. No sé por qué diablos mis hom-
bres no han podido atraparlo todavía.
Posiblemente porque no es bizco opinó sosegadamente Poirot.
¿Quiere usted decir que imitaba ese defecto? No sabía que pudiera ha-
cerse con fidelidad por mucho tiempo.
Un estrabismo puede ser cosa de mucha utilidad.
¡Y tanto que sí! No sé qué daría por saber dónde se encuentra ahora ese
tipo, bizco o normal.
Barrunto que ya debe haber pasado la frontera siria dijo Poirot.
Hemos prevenido a Tell Kotchek y Abul Kemal; a todos los puestos fron-
terizos.
Yo diría que siguió la ruta que atraviesa las montañas. La utilizada por los
camiones cargados de contrabando.
El capitán Maitland gruñó.
¿Entonces ser mejor que telegrafiemos a Deirez Zor?
Ya lo hice ayer avisándoles para que vigilaran el paso de un coche ocupa-
do por dos hombres cuyos pasaportes estarían completamente en regla.
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El capitán le favoreció con una mirada penetrante.
De manera que eso hizo, ¿verdad? Dos hombres... ¿verdad?
Poirot asintió.
Dos hombres son los que están complicados en esto.
Me sorprende, monsieur Poirot, que haya estado reservándose tantas
cosas.
El detective sacudió la cabeza.
No dijo . Eso no es cierto. Comprendí la verdad de lo ocurrido esta
misma mañana, cuando contemplaba la salida del sol. Una salida de sol
magnífica.
No creo que ninguno de nosotros se percatara de que la señora Mer-
cado había entrado en la habitación. Debió hacerlo cuando nos que-
damos suspensos ante la vista de aquella horrible piedra manchada de
sangre.
Pero entonces, sin avisar, la mujer lanzó un chillido parecido al de un cerdo
cuando lo degüellan.
¡Oh, Dios mío! exclamó . Ahora lo comprendo. Ahora lo comprendo
todo. Fue el padre Lavigny. Está loco... es un fanático religioso. Cree que
las mujeres están llenas de pecado. Y las mata a todas. Primero la señora
Leidner... después, la señorita Johnson. ¡La próxima vez seré yo...!
Dando un alarido frenético cruzó precipitadamente la habitación y se cogió
desesperada y frenética a la chaqueta del doctor Reilly.
¡No quiero quedarme aquí! No quiero quedarme aquí ni un día más. Esto
es peligroso. Nos está acechando el peligro. Está escondido en algún sitio...
esperando la ocasión. ¡Saltará sobre mí!
Abrió la boca de nuevo y volvió a chillar.
Me dirigí apresuradamente hacia donde estaba el médico, que la había
cogido por las muñecas. Di dos buenas bofetadas a la señora Mercado; en-
tre el doctor Reilly y yo la hicimos sentar en una silla. Los dos procuramos
calmarla.
Nadie la va a matar dije . Ya cuidaremos todos de que no ocurra nada
de eso.
Siéntese y pórtese bien.
No volvió a chillar. Cerró la boca y se quedó sentada, mirándome con ojos
de expresión sobresaltada y estupefacta.
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Luego se produjo otra interrupción. Se abrió la puerta y entró Sheila Rei-
lly. Su cara estaba pálida y tenía un aspecto grave. Fue directamente hacia
Poirot.
He ido temprano a la estafeta de correos, monsieur Poirot dijo . Ha-
bía un telegrama para usted... y se lo he traído.
Muchas gracias, mademoiselle.
Cogió el telegrama y lo abrió, mientras la muchacha vigilaba la expresión
de sus ojos y su rostro.
Pero la cara de Poirot no se inmutó lo más mínimo. Leyó el telegrama, lo
alisó, lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en un bolsillo.
La señora Mercado no le perdía de vista. Con voz ahogada preguntó:
¿Es... de América?
El detective sacudió la cabeza.
No, madame replicó . Es de Túnez.
Ella lo contempló durante un momento como si no hubiera entendido lo
que le había dicho, y luego, dando un profundo suspiro, se recostó en su
asiento.
El padre Lavigny dijo . Tenía yo razón. Siempre creí que había algo en
él que resultaba extraño. Cierta vez me dijo unas cosas... Supongo que está
loco... Hizo una pausa y luego añadió: Tendré serenidad. Pero debo irme
de aquí. Joseph y yo dormiremos esta noche en la posada.
Tenga paciencia, madame dijo Poirot . Lo explicaré todo.
El capitán Maitland lo miró con curiosidad.
¿Cree usted que ha conseguido dar por fin con el quid de la cuestión?
preguntó.
Poirot hizo una reverencia. Fue una reverencia teatral en extremo. Creo que
molestó un poco al capitán.
Bueno restalló el militar ; suéltelo de una vez.
Pero no era ésa la forma en que Poirot solía hacer las cosas. Comprendí
perfectamente que lo que pretendía era organizar un buen espectáculo a
cuenta de aquello.
Me pregunté si en realidad conocía la verdad del caso, o sólo estaba presu-
miendo.
Se volvió hacia el doctor Reilly.
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¿Tendría usted la bondad de llamar a los demás? rogó.
El médico se levantó y cumplimentó la petición de Poirot. Al cabo de unos
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